Respiré
hondo y despacio en un intento de relajarme y ahogar las lágrimas.
Repasé
mentalmente todo aquello que tanto me perturbaba.
Perdido,
repetía.
Perdido.
Perdido.
Perdido.
Congelado.
Inerte.
Muerto.
Muerto...
volví a repetir.
¿Por
qué me torturaba así por algo muerto?
¿Por
qué no se iba y me dejaba sola con mi pena?
El
tiempo era el juez de aquel jardín, quien ponía a cada uno en su
lugar. Siempre tenía el castigo justo para cada uno y un buen día
impuso su veredicto: la eternidad. Una eternidad inexorable, fría e
impenetrable; muerta.
La
eternidad no existía ni en el tiempo ni en el espacio, pero estaba
en todos los lugares que iba y en ninguno a la vez. Era una zona
maldita. Un jardín muerto y helado teñido de carmín. Solo el
blanco era interrumpido por el pálido rojo de las rosas. Veía sus
colores derretirse, alargarse y caer sobre el suelo bajo la luz
plateada de la luna. Se pudrían aun estando congeladas: desde dentro
y por dentro. La eternidad... la eternidad existía en la mente y en
la memoria. Me perseguiría allá por donde fuera hasta el fin del
mundo.
Entendí
que yo era una rosa más. Una más en aquel jardín del Edén que
dejo de ser mio. Notaba el frío y los dedos entumecidos. Mas
observaba languidecer a mis compañeras, lentamente una a una. Las
veía morir y revivir. Una y otra vez. Y yo moría cada vez que las
veía... Mis recuerdos, uno a uno, floreciendo y muriendo sin
descanso ni tregua.
Y
ellas me acusaban, me acusaban de su desgracia en un último
suspiro, en un último segundo sin fin. En una muerte sin muerte, en
una eternidad maldita. En un laberinto sin salida.
Pedí
un minuto, un simple minuto de silencio, sin imágenes, sin lágrimas:
la nada. Decidí volar cada día, a cada hora, donde fuera.
Lejos de
aquel lugar.
Lejos de la eternidad que me regalaste.
Lejos de ti.